¿Cuál es el personaje más importante de la humanidad? Son muchas las respuestas. Jesucristo, Mahoma, Moisés, Cervantes, Gandhi, Shakespeare, Napoleón, Winston Churchill, Copérnico. Otros dirán que García Márquez y algunos idiotas, -como ya ocurrió-, enfermos de ridícula idolatría, con payaso folclorismo, se apuntaron al nombre de Álvaro Uribe Vélez. Éstos y aquellos, por consideraciones múltiples, son mencionados con argumentos de respetable validez.
Mi respuesta es lacónica: los fundadores de religiones. Los iluminados por una naturaleza pródiga y selectiva, los que llegaron al mundo sobrados de talentos, los que tenían chispa sobrenatural, convertidos en hortelanos que a base de predicaciones sembraron verdades como rocas inamovibles. Esos son, indubitablemente, los que merecen calificativos de valor perenne.
Todo a base de la palabra. Los profetas que presagiaron la llegada del Hijo de Dios, unos con tremendismos asustadores, otros abriendo portalones de esperanzas redentoras, pusieron a la humanidad en suspenso, mirando hacia las colinas rosadas del oriente, por donde debían aparecer los rayos que anunciaban el nacimiento del mensajero directo de la Divina Trinidad.
En medio de metáforas no entendibles. Un embarazo alegórico que, como la luz, traspasa el vidrio sin romperlo ni mancharlo; una cuna de paja en choza ruinosa en donde, sin saberse cómo, aparece el niño, tibio por el vaho compasivo de unos animales domésticos, rodeado de reyes magos que lo adoran; precoz orador que consolida filosofías innovadoras en medio de sacerdotes desconcertados ante sus profundos conocimientos; desaparecido por quinquenios de soledad fructífera; predicador entre multitudes confusas con los novedosos evangelios; personaje descomunal que, a base del verbo, revoluciona las costumbres con un trascendental mensaje de amor y perdón.Todo anillado de sugerentes simbolismos.
No paran ahí los milagros. Su enseñanza está sembrada de parábolas que desorbitan los ojos de sus discípulos, extraídos de la gleba o arrancados del trasiego rutinario de la pesca; milagro que llena las canoas de aleteos óseos para convertirlos en viandas generosas, degustadas con agua bendita transformada en vino que alegra los corazones; parábola el símil de María Magdalena, presuntamente mujerzuela prostituída, parando en seco la turba hipócrita cuando exclama “el que de vosotros esté libre de pecado que tire la primera piedra”; milagro abrumador cuando, con soplo divino, cura enfermos, devuelve la audición y retorna la visión; alegoría paralizante cuando regresa de una bóveda mortuoria a Lázaro diciéndole “levántate y camina”; parábola la conformación de un reducido grupo místico arrebatado de los labrantíos, o de las barcazas flotantes; soberbio simbolismo cuando, señalándolo, dice “tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia”.
La muerte de Jesucristo tiene dimensiones conmovedoras. El juicio oral; la presencia acusadora de unos sacerdotes aspavientosos de blancas barbas descolgadas; el vocerío aturdidor que grita “ crucifícale”;el miedo transmutado en pánico de Poncio Pilatos; la escondida y temerosa presencia de sus discípulos medrosos; el camino del Gólgota.
Cuántas veces hemos visto la representación de las estaciones. Jesucristo masacrado; su rostro destrozado por las golpizas: una burlesca corona de espinas que se hunden sobre su cárdena piel, ya macerada; las laderas de su cara derramando sangre a cántaros; los ojos con destellos angustiosos, clamando por un cirineo que comparta el peso de la cruz; los clavos que rompen su carne en las extremidades; su agonía en medio de ladrones; y su grandeza divina cuando invoca al Altísimo, en medio del drama espantoso, “Señor perdónalos porque no saben lo que hacen”.
Tantos simbolismos juntos, tantas homilías tatuadas en los cerebros, tanta tragedia acumulada, se transformaron en una religión eterna. De rodillas están los reyes, los que mandan en las naciones, los magnates, los sabios, nosotros. Todos hincados.
Somos, en tus ardorosas manos, Señor. Unos arrepentidos pecadores.